Era Una Vez Una Iglesia
Un día el hermano Irlandino ¡desapareció! Y no desapareció solito: ¡Llevó con él una amante y todo el dinero de la iglesia! Todos quedaron sorprendidos. Pero, ¿qué se iba a hacer sino lamentar lo sucedido?
Después de algún tiempo, el hermano Irlandino volvió. Y volvió solito. Ni el dinero que había robado trajo de vuelta. De hecho, él no volvió para devolver ningún dinero, ni siquiera para pedir perdón a la iglesia. Volvió solamente para, digamos, rever a los viejos amigos.
Al llegar a la iglesia nadie tocó en el asunto de su pecado. Antes, todos le sonrieron y le dieron abrazos; se sentaron con él en la cafetería y conversaron sobre los más divertidos asuntos, haciéndole sentir como en casa. Los creyentes más antiguos decían que eso era perdón (como si el perdón fuese a tolerar el mal de quien no se arrepiente y lo deja sin corrección). Los creyentes más jóvenes quedaron con la impresión de que el pecado no es cosa que se lleve muy en serio. Y los jóvenes y niños percibieron que era posible hacer el mal y todo continuar bien.
“¿Arrepentimiento? ¿Para qué?” - pensaba Irlandino. “¿Vergüenza? ¿De qué? Después de todo, ¡es como si nada hubiera pasado!” Y las cosas continuaron así hasta que Irlandino murió.
¿Murió? Sí. Pero Irlandino no murió completamente. Los nuevos creyentes, carentes de temor, se tornaron irlandinos. Los jóvenes y niños, ahora en la edad adulta, viendo cómo el pecado era tratado allí, también se tornaron irlandinos. Los creyentes más antiguos "perdonaban" a todos y en la iglesia era sólo fiesta y sonrisas. Entonces... era una vez una iglesia...
Pr. Marcos Granconato
Soli Deo gloria