Quinta, 28 de Março de 2024
   
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¡Qué vergüenza!

En la ciudad de São José del Monte Alto (nombre ficticio) vivía un hombre oscuro. Él y su hija adolescente habían llegado allí y alquilado una casa simple donde comenzaron a vivir. Nadie sabía del pasado de este hombre, ni lo que él había sido, ni siquiera lo que le había llevado a fijar su residencia en aquella ciudad con ánimo definitivo. Como él era creyente, se incorporó a la Iglesia Bautista local y allí congregaba ya hacía algún tiempo.

Un día, fui a São José del Monte Alto y encontré a este hombre en la iglesia. Cuál no fue su sorpresa cuando me dirigí a él y le dije: “¡Pastor Jerónimo! ¿Qué está haciendo usted aquí?”. Él me miró confundido. No me reconocía. Claro y no era para menos: ¡él había sido mi pastor cuando yo aún era niño!

Después de haberle refrescado la memoria, le pregunté nuevamente lo que le había llevado a São José. Entonces él me contó que su esposa lo había traicionado; que toda la iglesia que él pastoreaba tomó conocimiento del caso; que, por eso, se había refugiado en el interior del Estado, "para aquí disfrutar mi vergüenza", él decía.

El pastor Jerónimo nunca hiciera nada de errado. Sin embargo, él tenía algo que hoy en día está desapareciendo incluso en las iglesias: él tenía vergüenza.

Aquel hombre triste y oscuro se avergonzaba de haber sido víctima del pecado. Y hoy encontramos personas practicantes del pecado y que no se avergüenzan.

La pérdida de la vergüenza produce otras pérdidas. Mi bisabuelo materno decía que cuando un hombre pierde la vergüenza, nada más le queda: todas las demás virtudes también se van. Además, la falta de vergüenza revela una condición espiritual lánguida. Decía el profeta Jeremías sobre los hombres impíos de Jerusalén: “... cometen abominación sin sentir por eso vergüenza; ni saben que cosa es avergonzarse”. (Jr 6.15). Por eso, es de esperarse que nuestros pecados nos hagan ruborizar; que nuestras manchas nos hagan decir cabizbajos: “¡Qué vergüenza!”.

Pr. Marcos Granconato
Soli Deo gloria

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